
Quise esta tarde de bruma,
deambular sin un rumbo fijo.
La niebla me trajo a unas ruinas,
donde Dios cuidó de sus hijos.
Centinodias y madreselvas
ocultaban aquel lugar,
que los cuervos custodiaban,
donde el mirlo hizo su hogar.
Un etéreo gregoriano
desde dentro se escuchaba,
más por los vitrales rotos,
eclesiástico no hallaba.
Trepé por un contrafuerte
y me alcé sobre un arbotante.
Desde ahí vi danzar la muerte,
con sarcástico semblante.
Las veletas en el techo
giraban con lentitud;
de pronto se detuvieron,
todo volvió a ser quietud.
Los últimos rayos dorados,
de rojo se despidieron.
Selene bañó de plata
a aquellos que le sonrieron.
Subí a lo alto de la aguja
y desde el ojo de la cruz
divisé un obscuro ángel
descender bajo su luz.
El tañer de las campanas
anunciaron tu llegada.
Tu entrada en el campo santo
marcó la nota sagrada.
Un nenúfar en la fontana
floreció por verte pasar.
El rocío empapó mis labios
al desear los tuyos besar.
El encaje de sombras de seda,
que cubre en mantilla tu pelo;
generoso es con tu sonrisa,
cubierta por singular velo.
Caminas entre los lechos
de los que habitan el más allá,
y la cruz que acunan tus pechos
atrae a las ánimas del lugar.
Las aldabas del oeste
a tu seña abren la entrada.
Tu andar jamás toca el suelo,
son de silfo tus pisadas.
Salto al filo del crucero
y por un rosetón partido,
entro buscando tu esencia
que ha hechizado mis sentidos.
Tu giras en el transepto,
como una imagen divina;
y por su bóveda ausente
un rayo argénteo te ilumina.
Confiesas tranquila al silencio
tus secretas fantasías,
con la calma de estar sola,
sin ninguna compañía.
Acúsome ante tus ojos
de velar por tu sacramento.
Como un guardián entre sombras,
de silencio hago juramento.
El viento que mece tu pelo,
trae música a los oídos,
y tu mirada llameante
hace hoguera en mis latidos.
Como un ígneo torbellino,
desde la nave central;
cubiertos de fuego acabamos,
besándonos sobre el altar.